Gloria a Dios en las alturas,
dicen los anuncios luminosos afuera de los templos,
y esos pastores de hombres que hacen proselitismo para el stalker omnisciente
que se pasea entre los algoritmos y perfiles abiertos de su creación.
En la tierra paz,
pero sólo en los bolsillos abultados;
mientras tanto, los inmigrantes duermen en las calles,
con el estómago vacío, abrazados a cartones que huelen a derrota.
Dios se hizo carne y habitó entre nosotros,
¿pero no habitaba ya en cada uno de nosotros?
Quizá se mudó a un condominio cerrado
y cobra renta entre diezmos, entregando recibos a rezos vacíos.
Despierto con la resaca de la Nochebuena,
la mirada llena de tu ausencia,
el vacío exacto de tus brazos
y la falta calculada de tus besos.
Navidad es una fiesta
(para los que tienen la cartera llena de billetes).
Las calles, están vacías de sueños y llenas de basura,
papeles de regalo que esconden la nada,
y luces intermitentes que parpadean como las vidas que se apagan en silencio.
Mientras tanto, yo bebo otro trago,
una tregua momentánea con el olvido, y pienso en la soledad.
La mía y la de quien sigue soñando con cruzar la frontera,
con encontrar el pesebre perdido donde al menos haya pan.
¿Gloria a quién, entonces? Quizá sólo a quienes pueden pagarla.
Gloria a los que tienen el poder, a los que pisotean a los demás para llegar a la cima.
Gloria a los cerdos que se reparten el pastel.
Gloria a quienes reparten su amor a cuentagotas, mientras el resto nos conformamos con migajas.
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