Al principio fue un juego. Un hilo rojo atado al tobillo, indicando que estaba dispuesta a jugar. Una cita a ciegas en un motel de mala muerte y sin ventanas. El pacto: no usar nombres, no hacer preguntas, no desatarse solo.
Ella ató primero. No con sus manos… Me ató con sus palabras: las fue seleccionando una a una y me fue enredando con ellas con la precisión de una dómina. Luego vinieron los brazos, el torso, las piernas, el orgullo. Cada nudo tenía su orden. Su pausa... Y un silencio. Como si cada uno fuera parte de un crimen perfecto. Una ejecución lenta, disfrazada de arte.
Ella no preguntaba nada. Yo hablaba todo el tiempo, como si hablar bastara para quedarme. O para llenar el vacío.
El juego duró lo que duran los buenos vicios. Una noche, al buscar su cuerpo, encontré sólo cuerdas. Su perfume aún en el aire y ese nudo, no de los que se ven, sino de los que te sientan al borde de la cama preguntándote si fue amor… o solamente disociación.
Desde entonces, no sé si sigo atado a ella o a mi costumbre de rendirme ante quien sabe apretar sin tocar. El espejo me observa con culpa… yo le regreso la mirada con ausencia.
A veces creo que estoy solo. Otras veces, que aún está aquí. Que me observa desde algún rincón invisible, esperando que me rinda del todo.
Y no sé qué es peor: extrañarla… o seguir atado a alguien que quizás nunca estuvo.
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