La joven que atendía se acercó a la mesa, sonriente, radiante, alegre como un sol de sábado.
Nos ofreció la carta. Yo sabía lo que quería porque las crudas no se atienden solas.
Al otro lado del comedor un par de caballeros conversaban sobre unos camiones de carga. Uno comía menudo, el otro, más remilgoso, pidió pozole.
Mi plato llegó humeante, acompañado de una pieza de pan blanco suave como nube.
Sorbí el plato como quien prueba la gloria. El calor del menudo con su salsita roja, me invadió con una sensación de bienestar, como mañana de domingo en casa de mis padres.
Sonreí a la joven que me había traído tal alivio y de verdad sentí que la amaba...
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