«Se vende». Rezaba el letrero en esa pequeña parcela de playa. Es cierto, no era el caribe, pero tenía una preciosa vista al atardecer en el Pacífico. Y además era todo lo que quedaba.
Lo primero que vendieron fue la finca cafetalera. Buen dinero les dieron por ella, dinero que había servido para pagar los estudios de dos hijos y sendos departamentos en la Ciudad de México, nada menos que en Coyoacán, barrio de intelectuales, artistas y comerciantes.
Tiempo después los terrenos de la playa se vendieron uno a uno, para sufragar gastos de la vejez. Terrenos que se fueron en hospitales, asistencia y cuidados. Excepto ese, el del peñasco.
Desde ese peñón se podía ver cómo los barcos se perdían en el horizonte. En el risco había árboles de mango, papaya, nísperos y marañones. Bajo el risco había una pequeña playa con algunos cocoteros. Ese pequeño trozo de paraíso era el último pedacito que quedaba de su corazón en aquellas tierras.
Él se encogió de hombros, como antes se le había encogido el corazón, le dio la espalda a ese atardecer y dijo: «véndanlo, igual mis hijos nunca vendrán hasta acá».
El sol se ocultaba en el horizonte, igual que él escondía la secreta esperanza de -no vender, y- no perder ese trocito del cielo en la tierra.
por: Miguel Quintero
Twitter: Owiruame
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