viernes, 8 de agosto de 2025

el nombre

Cuando tuve mi primer trabajo como profesor rural, me mandaron a un pueblo minero. Nadie quería rentarme un cuarto para quedarme, así que terminé con mis cosas en una especie de vecindad donde vivían las personas más pobres del lugar.

Apenas me estaba instalando cuando llegó Doña Simona, una señora de esas que siempre saben más de lo que dicen. Me dijo que tenía un jacal que usaba como bodega, allá arriba, en una loma detrás de su casa.
—Se me hace poco pa’ usted, joven… —me dijo—, pero viendo en dónde se quería meter, pues no es muy diferente.

Y así fue como me mudé a aquel jacal: un cuartucho de tres por tres, con una puerta de madera que se cerraba por dentro con un clavo doblado.

No había electricidad ni agua corriente (como en todo el pueblo), así que nos alumbrábamos con quinqués, esas lámparas de aceite que huelen a pasado.

Una noche, mientras leía a la luz del quinqué, la puerta de mi jacal se abrió.

No era raro. Una vez, unos borrachines la habían empujado para pedirme que les tocara con mi guitarra.
Pero esta vez no eran ellos.

En el marco de la puerta, de pie, estaba una mujer. El cabello largo, gris. El vestido también. Gris como su pelo, como el polvo del cerro.

Abrió la boca y preguntó:
—¿A quién espero? ¿Cuál es tu nombre?
Yo, apenas moviendo los labios, susurré:
 —Miguel.

La puerta se cerró.

Me puse de pie en cuanto reaccioné, salí a ver quién era, qué había sido eso. No había nadie.  No le conté a nadie. Lo guardé como se guardan las cosas que no caben en lo lógico.

Tiempo después, mi familia fue a visitarme. Mi hermana se quedaría en mi catre y yo dormiría en el suelo. Acompañé a mis papás a una casa donde pasarían la noche, y cuando regresé, encontré a mi hermana sentada, pálida como el papel. Le pregunté qué había pasado.

—Una mujer se apareció en tu puerta —me dijo—. Me preguntó cuál era mi nombre.
—¿Se lo dijiste? —pregunté.
—No… ni siquiera pude abrir la boca —respondió.

Días después, cuando mi familia ya se había marchado, vi a Doña Simona en la puerta de su casa.  Aproveché para contarle lo sucedido.
Sólo me miró, como si ya lo supiera.
—Por eso no quería rentarle el jacal —dijo con voz bajita—. Ahí espantan.

Epílogo
Años después, mientras conversaba con mi amigo Jesús Vaca, le conté esta historia.
—Yo no creo en fantasmas —le dije—, pero esto realmente nos sucedió. ¿Cómo lo explicas?
Y él, con la calma que le caracteriza, respondió:
—La esquizofrenia se da en grupos familiares.
(Gracias, Jesús. Yo también te quiero).


Twitter: Owiruame

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