Entre el polvo de nuestra ciudad rota,
bajo el sol que nunca se apaga,
te miro y no entiendo
cómo tu oasis sobrevive
en este desierto.
Quiero entretejer bugambilias
en tu maraña de cabello,
sólo por el placer absurdo
de ver crecer la belleza
donde ya habita lo hermoso.
Te miro y veo la grieta,
una línea delgada entre la esperanza
y el cinismo que te sostiene.
Eres una navaja que corta,
el amor y el desprecio,
abrazando la vida
pero manteniendo un pie fuera,
por si acaso.
Esta maldita ciudad no se detiene,
es un reloj roto
que siempre marca
las mismas miserias:
coches sin rumbo,
almas que caminan
pero no van a ningún lado.
Y ahí estás tú,
con la complicidad
de quien ha visto brotar la vida
en medio de las grietas,
un complot silencioso,
una risa que no se disculpa.
Mientras el mundo gira,
nos robamos segundos
de la indiferencia de esta ciudad:
dos cómplices sembrando
flores en el concreto,
inventando eternidades
en el parpadeo de una mirada
y el roce de tus labios.
Quiero ser un rehilete,
que en este viento lleno de tierra
pinte colores en tu sonrisa.
Pero los rehiletes
también se rompen,
también caen.
Se detienen.
Así que aquí estoy,
preso de tu abismo,
escapando del sol
complotando con el viento
para ver si te atrapo.
Y en ese cruce de miradas
y de labios,
un secreto:
uno que no grita,
pero resuena en todo.
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